No abras la caja
Él me dijo que la cuidara.
En aquella oscura habitación no había nada más que la caja y yo.
Pequeña, hecha de madera, negra y de bordes dorados. Todos los días me encontraba
recostada contra una de las frías paredes y la mantenía sobre mi regazo.
La acariciaba, era mi objeto más valioso.
No debía abrirla, él me dijo que por nada en el mundo lo
hiciese. Mi deber era cuidarla por los siglos de los siglos.
A veces escuchaba sonidos desde dentro de la caja. En algunas ocasiones
era como si hubiera ciudades enteras dentro. En otras, selvas, donde se escuchaban
aves y animales. Tampoco era raro que me
llamasen por mi nombre.
Por supuesto, en ese tiempo no sabía nada sobre aquellos sonidos; los oía, pero no comprendía que significaban. Siempre apoyaba mi oreja contra la
pequeña caja y trataba de imaginar qué los producía y como serían los lugares de dónde venían.
No pude evitar
desear estar allí, estar con quienes me llamaban con tanto amor.
Pero no, ni siquiera debía tocarla, resistir la tentación era
lo primordial. Sentada, observándola y acariciándola eternamente. No sabía y aún no sé cuánto
tiempo estuve allí, puede que horas, años, eones, o solo minutos.
Al final no pude más y la abrí. Lo que encontré allí superó
con creces todo lo que esperaba; un mundo brillante.
Lo que hice fue un error, no hay duda de ello, pero tampoco
me arrepiento de haberla abierto. De otro modo, no sé cómo todo hubiese resultado, quizás
continuaría en esa desolada habitación, cuidando de la caja.
La única verdad, es que esta se trata de la historia del pecado
original.
Comentarios
Publicar un comentario